“Las mil y una” Ejercicio sobre una persona y sus máscaras
Dejarse seducir por los intereses –tanto públicos como inconfesables– del cliente, te descubre más sobre su vivienda que cualquier acercamiento programático ya establecido. No se dice nada nuevo, en la facultad ya nos aleccionaban sobre ello: ¿quién no ha tenido un curso de proyectos en torno al hobby, profesión o característica física dominante del cliente? Así, nos encontrábamos con coleccionistas de fósiles, astronautas, entrenadores de pokemons o seres humanos de 2.16 metros de altura.
Sin embargo, nuestra realidad –interna y externa– no se conjuga con un solo hobby, profesión o fisicidad concreta, sino que resulta ser un ovillo de sensaciones, aficiones, caprichos y rituales que buscan su espacialidad y que pueden ser tan efímeros como el que se quita o pone una máscara. Para su desarrollo, a veces se necesita de dispositivos, otras de metros cuadrados acotados y otras, simplemente, de una atmósfera –intangible– concreta. En la “Casa Las Mil y Una”, los trazos proyectuales son dirigidos por un cliente polifacético de educada vista y fino paladar. La arquitectura se moverá entre su yo cocinero y su yo coleccionista de arte, influyendo también sus otros yoes del dormir, del cine en versión original, y de la investigación del mundo que habita y del que es habitado. Las disputas, observaciones, pactos, amistades y conversaciones entre los diferentes yoes del cliente son las que generan este proyecto.
El cocinero. Dos cualidades se le antojan imprescindibles: los olores y los colores. Erotizar al resto de máscaras desde la vista y el olfato son sus principales intenciones. No es casual que su espacio se sitúe entre dos habitaciones. Odia cocinar de cara a una pared, dice sentirse anulado ante la falta de perspectiva, así que cocina con vistas a un balcón, a un par de mesas y a una barra de bar. Y es que, para su cocinar, es tan importante el espacio íntimo de su office, como el espacio relacional donde dialogar con los otros sobre el resultado e influencias de sus procesos culinarios. El dormilón le insiste en el uso de especias relajantes que acentúen sus largos descansos; por el contrario, el estudioso, busca cualquier remedio lisérgico que le active y le prolongue sus interminables lecturas. Más místicas sin lugar a dudas son las conversaciones que traen el cinéfilo y el artista, intentando poner sabor a escenas goyescas y a películas de blanco y negro.
El dormilón. No es casual que su espacio se encuentre entre el cocinero y el estudioso. Al cocinero le debe el origen, pues su memoria olfativa le hace despertar de sus constantes pesadillas con el aroma de un buen café colombiano. Esa puerta corredera sobre la que se cuela el despertar, está forrada con un espejo. El dormilón nos confesaba que “el dormitorio es un espacio onírico y sexual”, que sería inhabitable sin grandes espejos móviles que le hicieran reflexionar y desplazar el espacio sin la necesidad del sueño. La palabra ensueño aparece siempre en su discurso. Muchas noches el estudioso, exhausto de lectura, le lleva un libro que ha terminado y que le obliga a leer. Se tumba sobre un colchón de pelo de camello y un nórdico de plumón de oca donde, inquieto, piensa que cuando cierre el libro se desordenarán todas las letras. Se lo dijo Borges.
El estudioso. Siempre está agobiado porque su saber si parece ocupar lugar. Ingentes, casi groseras, cantidades de libros se disponen en librerías, estanterías, mesas, sillas, inodoros y almacenes. Como cualquier persona religiosa, su acto de rezo puede realizarse desde cualquier lugar, sin embargo, siempre existe un espacio sagrado. Dice que es imposible describir la arquitectura de este habitáculo, pues el espacio se transforma como lo hace en una novela de Boris Vian cuando suena la música. No recuerda el nombre de la novela. Sólo le pide a la estancia dos cualidades: silencio y aislamiento. El silencio de un nicho –acolchado y envuelto de libros– destinado a la desgranar el significado de una palabra tras otra. Y el aislamiento, cuya mayor peculiaridad reside en el pacto que tuvo que llegar con el cocinero y el cinéfilo para que su espacio sagrado pudiese ser profanado y así evitar los comportamiento sociópatas que el estudioso estaba mostrando. Dicho pacto, se materializó con el desplazamiento de unas puertas correderas que permiten el diseño de otros ambientes gracias, entre otras cosas, a la llegada de olores del que prepara un ceviche o del sosegado sonido Bristol de Massive Attack que alguien acaba de reproducir.
El patólogo. No sabemos si existe en sí o es una vertiente oculta del estudioso, el cual no sólo atiende al orden lógico de las letras, sino también al de las células. Su participación en la vida social es nula. Aun así, todos saben dónde encontrarle, ha hecho del envés de la cortina cerámica su hábitat natural. Desde esa posición controla la incisión de la luz natural en su atmósfera, siendo la artificial, la del microscopio, la protagonista de tal ambiente médico. Vividor de un tiempo y espacio mucho más dilatado que el resto de habitantes, el patólogo vigila la vivienda desde su puesto de mando, y cuando su mente le falla, cuando es distraído por las voces de una conversación en el sofá o por el sonido de un vinilo, sólo tiene que correr esa cortina que deja al descubierto su rostro enfadado pero de extrema concentración, para que el resto, a sabiendas del significado aquello, detenga cualquier intromision espacial que esté realizando.
El cinéfilo. Muestra fetichismo por los objetos que le permiten tener el control sobre las películas que ve, sobre el sonido que le llega o sobre la repetición de las escenas. Los fines de semana organiza, en torno a su mando de poder a distancia, ciclos de cine en un bucle sinfín. En ese momento, se produce la disputa: conflictos por ocupar el mejor puesto del sofá; por convertirse en voyeurs y dominar la perspectiva hasta el dormitorio de invitados; o para simplemente, mirar de reojo y cotillear al estudioso tras esa estantería que no oculta.
El cinéfilo es caprichoso, y como buen amante del cine sabe usar el diálogo para convencer. Al poco tiempo, con el argumento –o guión– de que no hay mejor manera de cocinar que viendo una buena película, sedujo al cocinero para disponer de una televisión en su espacio. Desde entonces, todos se reúnen una vez al mes todos para disfrutar de una comida vinculada con una obra maestra del cine. La última fue hace dos semanas, mientras veían Amores perros, el cocinero presentó a sus comensales un impresionante repertorio de comida mexicana.
El coleccionista de arte. Se distingue porque siempre mira de frente. Tiene una relación con el paramento vertical difícil de entender por los habitantes del plano XY. El coleccionista es, además, un trilero de la palabra: el único personaje que cuenta con el beneplácito de los demás para merodear por todos los espacios de la vivienda. Uno a uno fue convenciéndoles de la importancia del arte en sus vidas. Siempre recuerda que el más terco fue el estudioso alegando no necesitar nada más que sus libros, a lo que el coleccionista le tuvo que espetar: “¿Pero no era Dostoievski quien decía que la belleza salvará el mundo? ¿no crees que tener en tu estancia el mejor de mis cuadros puede acercarte a él?.” A partir de ese momento el estudioso lee frente a un cuadro de Derain.
Rememorando conversaciones pasadas, intuyendo las venideras y mostrando imágenes casi espectrales, es el modo en el que esta vivienda logra su máxima compresión. La materialización de las máscaras que su dueño ha ido acumulando a lo largo del tiempo, y que traen al proceso dos viejos amigos como John Hejduk y Saul Steinberg, conforman la narrativa del proyecto. Y lo que agrada y aturde de ella, es la imposibilidad de mostrar un discurso único en tal universo múltiple en el que vive y se siente todo su ser. El habitante, en su habitar espacial, establece una relación fetichista con sus objetos y espacialidades que origina tantas casas como le sean necesarias. La casa de las “Mil y una” casas.
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